domingo, 20 de abril de 2008

"El Espejo Irreverente"

El martes pasado se hizo la presentaciòn del Libro "El Espejo Irreverente" escrito por Raùl de la Horra, quien es psicòlogo y columnista del diario el Periòdico, este evento se llevo acabo en el Auditorio de la Escuela de Ciencias de la Comunicaciòn en el edificio M2.


En la presentaciòn se encontraba el Director de la Escuela de Ciencias de la Comunicaciòn Gustavo Bracamonte, asì como tambien Luis Perdomo y Carlos Velàsquez quienes hablaron sobre diferentes citas de este libro y sobre como debemos de llegar a triunfar y no ser unos mediocres.

Raùl de la Horra pienso que por ser escritor guatemalteco lo deberiamos de apoyar nunca he leìdo nada de èl pero ahora conociendolò y agradeciendole que hizo conciencia en cuanto a que se debe escoger bien a los licenciados que nos imparten clases y que debemos de darnos cuenta si estamos en el camino correcto es decir si escogimos bien la profesiòn que deseamos desempeñar pues que tratemos de ser los mejores, le agradezco por esas palabras ya que nos hacen tomar conciencia para tratar de ser los mejores en todo lo que hagamos en nuestras vidas...

domingo, 6 de abril de 2008

Examen Parcial

EL ECLIPSE
Por Tito Monterroso
  • Argumento

Fray Bartolomè Arrazola estaba perdido en la selva de Guatemala, se sentìa muy deprimido y desconsolado esperando que llegarà la muerte se quedò dormido y cuando despertò se llevò la gran sorpresa que un grupo de indìgenas querìan sacrificarlo en un altar.

Entonces tuvò la idea de aplicar su conocimiento de Aristòteles y les dijo a los ìndigenas que si lo mataban el podìa hacer que el sol se oscureciera en su altura,Fray Bartolomè se sorprendiò con la incredulidad de los indios, horas màs tarde el corazòn de Fray Bartolomè escurrìa sangre en la piedra de los sacrificios mientras uno de los ìndigenas recitaba las fechas en que ocurrirìan los eclipses sin la ayuda de Aristòteles.

  • Conflicto

Fray en la Selva

creer que los ìndigenas no tuvieran conocimientos y fueran ignorantes

  • Secuencias

Situaciòn Inicial: Fray Bartolomè se encuentra con vida pero està perdido en la Selva.

Proceso: Lo encuentran los indìgenas y el Fray trata de engañarlos.

Situaciòn Final: Sacrifican al Fray en la piedra de sacrificios.

  • Oposiciones

Guatemala.......................España

Fray Bartolomè...............Indìgenas

Arrogancia de Fray Bartolomè..........Conocimientos mayas

Vida........................... Muerte

  • Tiempos

Pasado - Presente

  • Espacios

Selva de Guatemala, España, Piedra de Sacrificios

  • Propuesta Ideològica

La actitud de Fray Bartolomè es de arrogante y racista ya que nunca se imagino que los indìgenas tuvieran conocimientos y trata de engañarlos sin saber que ellos tenìan còdices de los astrònomos de la comunidad maya.

martes, 1 de abril de 2008

COMPORTAMIENTO EN LOS VELORIOS

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente. En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de agotamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompanar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

A LA IZQUIERDA DEL ROBLE

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico es un parque dormidoen el que uno puede sentirse árbol o prójimosiempre y cuando se cumpla un requisito previo.Que la ciudad exista tranquilamente lejos.El secreto es apoyarse digamos en un troncoy oír a través del aire que admite ruidos muertoscomo en Millán y Reyes galopan los tranvías.No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico siempre ha tenidouna agradable propensión a los sueños,a que los insectos suban por las piernasy la melancolía baje por los brazoshasta que uno cierra los puños y la atrapa.Después de todo el secreto es mirar hacia arribay ver cómo las nubes se disputan las copasy ver cómo los nidos se disputan los pájaros.No sé si alguna vez les ha pasado a ustedesah pero las parejas que huyen al Botánicoya desciendan de un taxi o bajen de una nubehablan por lo común de temas importantesy se miran fanáticamente a los ojoscomo si el amor fuera un brevísimo túnely ellos se contemplaran por dentro de ese amor.Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble(también podría llamarlo almendro o araucariagracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)hablan y por lo visto las palabrasse quedan conmovidas a mirarlosya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero es lindísimo imaginar qué dicensobre todo si él muerde una ramitay ella deja un zapato sobre el céspedsobre todo si él tiene los huesos tristesy ella quiere sonreír pero no puede.Para mí que el muchacho está diciendolo que se dice a veces en el Jardín Botánico. Ayer llegó el otoñoel sol de otoñoy me sentí felizcomo hace muchoqué linda estáste quieroen mi sueñode nochese escuchan las bocinasel viento sobre el mary sin embargo aquellotambién es el silenciomírame asíte quieroyo trabajo con ganashago númerosfichasdiscuto con cretinosme distraigo y blasfemodame tu manoahoraya lo sabéste quieropienso a veces en Diosbueno no tantas vecesno me gusta robarsu tiempoy además está lejosvos estás a mi ladoahora mismo estoy tristeestoy triste y te quieroya pasarán las horasla calle como un ríolos árboles que ayudanel cielolos amigosy qué suertete quierohace mucho era niñohace mucho y qué importael azar era simplecomo entrar en tus ojosdejame entrarte quieromenos mal que te quiero. No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero puede ocurrir que de pronto uno adviertaque en realidad se trata de algo más desoladouno de esos amores de tántalo y azarque Dios no admite porque tiene celos.Fíjense que él acusa con ternuray ella se apoya contra la cortezafíjense que él va tildando recuerdosy ella se consterna misteriosamente.Para mí que el muchacho está diciendolo que se dice a veces en el Jardín Botánico. Vos lo dijistenuestro amorfue desde siempre un niño muertosólo de a ratos parecíaque iba a vivirque iba a vencernospero los dos fuimos tan fuertesque lo dejamos sin su sangresin su futurosin su cieloun niño muertosólo esomaravilloso y condenadoquizá tuviera una sonrisacomo la tuyadulce y hondaquizá tuviera un alma tristecomo mi almapoca cosaquizá aprendiera con el tiempoa desplegarsea usar el mundopero los niños que así vienenmuertos de amormuertos de miedotienen tan grande el corazónque se destruyen sin saberlovos lo dijistenuestro amorfue desde siempre un niño muertoy qué verdad dura y sin sombraqué verdad fácil y qué penayo imaginaba que era un niñoy era tan sólo un niño muertoahora qué quedasólo quedamedir la fe y que recordemoslo que pudimos haber sidopara élque no pudo ser nuestroqué másacaso cuando llegueun veintitrés de abril y abismovos donde estésllevale floresque yo también iré contigo. No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero el Jardín Botánico es un parque dormidoque sólo despierta con la lluvia.Ahora la última nube ha resuelto quedarsey nos está mojando como alegres mendigos.El secreto está en correr con precaucionesa fin de no matar ningún escarabajoy no pisar los hongos que aprovechanpara nadar desesperadamente.Sin prevenciones me doy vuelta y siguenaquellos dos a la izquierda del robleeternos y escondidos en la lluviadiciéndose quién sabe qué silencios.No sé si alguna vez les ha pasado a ustedespero cuando la lluvia cae sobre el Botánicoaquí se quedan sólo los fantasmas.Ustedes pueden irse. Yo me quedo.